lunes, 11 de septiembre de 2017

Un cuento de Jorge Cortiñas

"Cotinuum: ensueños de un arquitecto", es el primer libro de cuentos del arquitecto Jorge Cortiñas, con ilustraciones de Norberto Dorantes. Aquí reproducimos uno de ellos.


"Lámpara"

Por Jorge José Cortiñas


El tercer pozo negro en una semana. Mala leche. La ciento-única obra, demolición rápida y sin riesgos, suelo buenísimo, fundaciones fáciles, a 1.50 metros de profundidad. Demasiado bueno para durar… Ahora otra vez vaciar, otra vez rellenar, otra vez sobrecosto, otra vez la cara del comitente. “¡Pero arquitecto! ¡Ud. no me advirtió de estas cosas!”¿Y yo cómo mierda iba a saber la cantidad de pozos que dejaron estos tipos en el siglo pasado? A lo mejor se drogaban con sal inglesa.

Para los que no son del oficio la cosa es así: desde los años 70 del siglo XIX, después de la fiebre amarilla, se empezaron a construir las instalaciones de Obras Sanitarias. En pocos años todas las casas de Buenos Aires tenían cloacas y agua corriente, pero antes, y en el entretanto, siguieron usando pozos negros. O sea, en todas las partes urbanizadas por esos años los lotes podrían, suelen tener, algún pozo abandonado en los fondos. Uno, a veces dos, raramente tres. Hay que vaciarlos y rellenarlos con material adecuado antes de seguir con los cimientos, un tema siempre imprevisto. En proporción, cuanto más chica la obra más se siente la demora y el costo.

—Che arquitecto, no me pongás esa cara que no se murió nadie, son cosas que pasan.
—Lo sé Pancho, no es con vos.
—Mirá, che arquitecto, no todas son malas, mirá lo que te ajunté de las cosas que te gustan.
—Gracias, Pancho, muchas gracias.


Apenas si miré el envoltorio de papel de diario. La verdad es que Don Pancho es un paraguayo de ley, buen capataz y buen tipo. Por lo menos conmigo que no lo sufro de capanga. Desde que descubrió que las cosas viejas encontradas en las demoliciones y los pozos me fascinan me guarda todo lo que a su criterio me interesa. A veces la pega como con ese par de botellas de vidrio de color esmerilado por los años y extraños líquidos freáticos, otras veces es pura chatarra. Lo mejor es recibir el paquete y comentar al otro día. Bueno si está bueno, políticamente en los otros casos. No es cuestión de ofender y que se corte la provisión. Un descubrimiento cada tanto justifica el trato aunque hoy la demora de obra significa malaria. En realidad sub-malaria, la verdadera malaria es la que se había instalado desde la crisis. Otra vez compartiendo el poco laburo independiente con algún conchabo parcial y valorando el sueldito de la facultad, dos noches por semana en un taller donde al menos pensar proyectos en grande, cuerpeando la depre. Así que tiré el paquete en el asiento de atrás del auto y salí para el Ministerio a ficcionar interés como asesor en asuntos varios, especialista en generalidades. Por lo menos esta crisis me agarró un poco más crecido y con más curriculum. Por lo menos no volví a dibujar planos.

Llegué al estudio, no al pistero donde estamos ahora, tampoco a lo que supo ser antes del diluvio, sino entendiendo por estudio una pieza subalquilada en un conventillo arquitectónico, departamento casa-chorizo compartido. Llegué, les decía, como a las siete de la tarde a terminar los detalles de baños de la mini obra para computar y pedir precios, laburo que podía hacer el estudiante todo terreno que había contratado por unas pocas horas al día, pero seguramente me llevaría más tiempo explicárselo para que de todos modos termine haciéndolo mal… Si a alguien no le gusta pensar detalles, menos sabe dibujarlos…

La verdad había sido un maldito mal día. Hasta tuve que hacer un informe de apuro en el ministerio que me obligó a revisar un expediente inmenso, llenos de fojas contradictorias que se remontaban a una punta de años y funcionarios atrás, expertos en patear la pelota a la tribuna, lo cual, bien entendido, era lo que justamente el informe tenía que propiciar, justificar y facilitar. Colgué la campera, tiré el portafolio al lado de mi mesa, el paquete arriba y me senté.



Otoño, casi invierno, a las siete casi de noche. Una puntita de dolor de cabeza, o depre, andá a saber. Prendí la compu pero me di cuenta que no era el día para una tarea que por otra parte podía esperar. Me arrastré hasta la cocinita para recibir la mejor (la única) buena noticia del día. La botella de ginebra no estaba tan vacía como creía recordar sino que le quedaba una buena medida. Busqué un vaso razonablemente limpio (limpio del todo es mucho pedir), le di unos golpes al témpano que rodeaba las cubeteras y extraje una cantidad razonable de hielo. Sacudiendo el vaso (melodía superada apenas por un solo de Bix Beiderbecke) me fui a sentar y decidir si me iba así nomás, o ver si mientras leía el correo electrónico el extracto de porrón hacía el milagro de que las ganas de trabajar volvieran. O por lo menos la ilusión de ganas, que es lo que la mayor parte de las veces hace funcionar al autoengaño de que lo que uno hace tiene sentido, trascendencia, qué sé yo, algo.

Me di cuenta entonces que al entrar no había prendido la luz y que ahora sí ya era de noche. La única luz era la que emitía la pantalla, con un viejo dibujo mío como protector ahogado por el cardumen de íconos que la fiaca mandaba al escritorio antes de ordenarlos en carpetas, acto que ocurriría definitivamente cuando Sportivo Chapita fuera campeón de primera o lloviera sopa. Le di un besito al vaso y allí me agarró la curiosidad de ver que había rescatado el buen paragua. El papel del Diario Popular y el objeto estaban bastante asquerositos de barro arcilloso, el típico barro pegote de las excavaciones, pero se reveló el misterio. El fósil rescatado por el noble guaraní era ni más ni menos que una linterna, no una de las actuales de plástico o goma, sino una linterna grandota, de metal cromado, como las recordaba de la casa de mi viejo, mis tíos y mis abuelos, como las recordaba también de las películas en blanco y negro de cuadro chico, acompañando a infalibles detectives o a bobbies buscando sobrevivientes entre los escombros del Londres bombardeado. 

Al igual que los cortes de luz, durante mi infancia nunca faltaban en ninguna casa, y eran todas iguales: una pantalla con vidrio protector bien ancha y un cilindro acanalado donde entraban tres o cuatro pilas de las más grandes. Todo se desenroscaba: el marquito del vidrio para cambiar la lamparita, el fondo del cilindro para cambiar las pilas, más un arito abisagrado que permitía colgarla. Se desenroscaban aquellas, porque ésta necesitaba un balde de reductor de óxido para empezar a probar. La mayor parte del noble cromado resistía, pero de las roscas salían feos lamparones, testigos de pilas sulfatadas, desidia frente al objeto abandonado porque ya no había lamparitas de ese modelo o porque tristemente había sido reemplazado por una porquería descartable de plástico de colores.


El caso es que me fui con la linterna al baño y la limpié bajo la canilla lo mejor posible para no seguir enchanchando mi mesa de trabajo, adonde volví con la cosa y un trapo para secarla bien y no aumentar el óxido, pensando pasar al día siguiente por una ferretería y comprar el reductor necesario para ablandar las roscas y abrirla. Abrirla porque me despertó curiosidad el peso. Claramente no estaba vacía pero tampoco se correspondía con el recuerdo o sensación del peso de las pilas. Me tomé otro trago de ginebra, empecé a frotar vigorosamente y empezó todo: en primer lugar fue como si el peso se estuviera acumulando en la lamparita y en segundo que la linterna empezó a despedir una lucecita. Una lucecita entre el vidrio y la pantalla espejada donde se había formado una especie de niebla, o de vapor de agua o…

Poquito a poco, a medida que la niebla o el vapor se iban disipando, se materializaba la imagen de una personita minúscula. Me tomé casi toda la ginebra que quedaba mientras el ser, muy educadamente, golpeaba el vidrio con los nudillos de sus mínimas manitas. Destornillé la rosca del marco, que ya no estaba atascada, para nada atascada; estaba floja, como nueva. El bicho, en realidad, un ser humano de perfectas proporciones escalado a 1:5, estiró las piernas que dejó colgando del borde y se desperezó con una satisfacción perfectamente entendible. Años encerrado el pobre.

—¡Hola! –me dijo con una vocecita adecuada a su tamaño. Una voz agradable, aguda como era de esperar, aunque no estridente, y con leve acento extranjero.
—¡Hola! –le contesté, esperando asombrosamente sin asombro que las cosas se aclararan– ¿Quién sos?
 —Disculpe que le responda de esta manera –me dijo muy cortésmente–, pero me parece obvio: soy el Genio de la Linterna–.

Me tomé lo que quedaba de ginebra.

—Cuente entonces.
—Por empezar puede tutearme, en razón que desde ahora Ud. es mi dueño.
—¿Tu dueño? No jodás… Contame.
—Pertenezco a un grupo de Genios, en cierto modo mis hermanos, originados en Asia Menor hace varias centurias. Por una maldición que sería largo explicar fuimos aprisionados en lámparas de aceite y separados. Algunos se hicieron famosos en Occidente por los relatos recopilados en Las Mil y Una Noches, las correrías con Al-Aladin, etcétera. Otros como yo cultivaron el bajo perfil y recorrieron el Asia Menor y el Magreb al vaivén de las caravanas y sus diferentes dueños. Así llegue al zoco de una aldea de Túnez y a mi último dueño magrebí. La lámpara fue botín de un suboficial de tanques de la Segunda Guerra cuando devastaron la aldea y masacraron a todos los habitantes.
—¿Alemán, italiano, inglés? Pregunté tratando de descubrir el origen de su acento.
—Qué más da. Todos los que sobreviven a una guerra quedan dañados de una u otra manera. Mi dueño no fue una excepción. Al ser desmovilizado podría haberse llevado la lámpara, de hecho todos juntaban recuerdos, incluido armas, pero él temía que la lámpara lo incriminara por la masacre de la aldea. Temor infundado porque era muy difícil relacionar una cosa con la otra y porque había más esfuerzo puesto en tapar y olvidar que en revisar. De hecho Nüremberg fue una excepción. Pero estaba muy alterado y su decisión fue hacerme mudar a una linterna sin pilas y vender la lámpara a un camarada. En realidad cambiarla por tragos, porque si bien siempre le gustó el alcohol, después de la guerra el gusto se convirtió en necesidad y la necesidad en pesadilla.


Sin familia ya nada lo ataba a Europa y medio porque sí se sumó a los contingentes que emigraban a la Argentina. Como oficial tanquista tenía habilidades de mecánico, electricista y una punta de oficios con mucha demanda, pero las copas y la soledad no son buenos compañeros, así que de un cierto bien pasar inicial terminó recalando en la última pieza de un conventillo, perdiendo un trabajo tras otro y haciendo al final changas para subsistir. Pese a su deterioro nuestra relación había sido siempre cordial. Me demandaba poco y nada. Más bien se limitaba a frotar la lámpara cuando la soledad lo apretaba demasiado y a conversar en su torpe castellano. Rechazaba su idioma de origen así que tuve que aprender yo también. Le fascinaba escuchar antiguas historias de caravanas cruzando el desierto, del bazar y de mi antiguo amo, aunque me daba cuenta que hablar de ese tema renovaba su pesadilla. No es que no hubiera matado antes o después, eso tampoco es gratis, pero esa matanza fría y gratuita le había dejado la peor marca. Desde que comenzó nuestra relación, por casualidad, tratando de sacar brillo al metal de la lámpara, como vos esta noche, me prometió que algún día me iba a liberar.

Cuando se sentía bien comprendía mi deseo de terminar mi larga condena y reunirme con mis hermanos en el vacío; cuando andaba mal, o sea casi siempre, me daba a largas cuando no me insultaba o me obligaba a entrar en la lámpara y la golpeaba contra las paredes. Una noche que estaba muy borracho –y a lo mejor algo más– me tiró al pozo negro y no supe nada de él hasta hoy.

—¿Entonces ahora yo soy tu amo, no?… ¿Cuáles son las reglas?
—Es sencillo, yo soy tu oyente y paño de lágrimas, consejero con experiencia si hace falta, discreto y servicial. –Imaginé el mayordomo de una mansión inglesa–. Puedo resolver problemas y deseos menores y aspiro a ser liberado. Para liberarme, liberarme del peso del ser y de la historia y sumergirme en la nada –dijo, súbitamente serio, entre estoico y budista–, es necesario que me pidas tres deseos, tres deseos importantes y encadenados; y al concederlos mi luz se extinguirá y habré alcanzado la paz.

“¡Ahí está la trampa!” pensé. “Ahora me hace el truco lingüístico de los deseos tomados al pie de la letra, me obliga a deshacer los pedidos y me termina cagando”. Mi memoria buscaba frenéticamente los casos y los cuentos con ese tópico pero no lograba un recuerdo preciso. Solamente recordé sin mayores detalles al herrero Miseria que encerró al Diablo en la caja de tabaco y lo zamarreaba a gusto.


—No –me dijo, leyendo claramente mi pensamiento sin hacer ninguna alharaca–, el herrero Miseria no, porque yo vengo de otra tradición y ya bastante tengo con la linterna para meterme en una lata de tabaco con lo mal que hace fumar. Tres deseos importantes –prosiguió–, sin trucos, concedidos y me despido de mi vida de Genio.

Lo miré con muchas dudas.

—Te entiendo, la pillería de mis hermanos nos hizo poco creíbles, pero yo estoy realmente fatigado–. Te pido, sin poder probarlo, que me tengas fe, tres deseos, te los cumplo y abur.

Me gustó lo de “abur”, una expresión que sonó arcaica.

—¿No pretenderás que te conteste ahora?
—No, tomate tiempo, el que marque el ritmo de tus necesidades, que, si no me equivoco –me miró de manera que me quedó claro que había leído las dificultades retorciéndose en mi cabeza–, son bastantes. Tu tiempo se agota antes que el mío que al fin y al cabo, si no lo corto, es horrorosamente eterno.
—Hasta mañana, entonces.
—Hasta mañana. Acordate, tres deseos.

La noche se había puesto más que fresca y el cambio súbito de temperatura me revolvió el alcohol barato. Me levanté temprano con dos martillos que me sacudían las sienes. Metido en la ducha las imágenes de la noche anterior volvieron a presentarse y la racionalidad de la mañana las descartó de una. ¡Qué pedo, hermano! ¡Menos mal que no terminé estrellado contra un árbol!

Por suerte, la simetría natural de las cosas me deparó un día más razonable. El pozo negro casi terminado de rellenar, un mate con el capataz y el obligado agradecimiento por la linterna. El ministerio convertido en una feria de sonrisas. El informe fue un éxito, del cual por supuesto la primera noticia vino de la secretaria recepcionista, más parte del inventario que de la línea. Un sonoro“¡Buen día, arquitecto!”, clara muestra de ascenso social. “¡Bárbaro, pibe!”, me galardonó el capito del área, “el secretario del ministro está chocho, ¡cajoneamos el asunto para toda la gestión!”.

Cuando llegué al estudio la lámpara y el genio se habían borrado de mi memoria y, por supuesto, no compré el desincrustante. Vi con el dibujante los detalles que había empezado a desarrollar y no estaban del todo mal. Bastante mal pero no del todo. Al rato me recordó que siendo martes tenía un práctico y se retiraba (“los martes son siempre mejores que los lunes”, constaté). Tampoco había más ginebra así que recalenté un café ya bastante recalentado y prendí la compu.

—¡Hola! –me dijo el Genio mientras movía la manito derecha desde atrás del vidrio de la linterna. Sentí como se me ponía la piel de gallina y el pelo de la nuca se me erizaba. No es una expresión, lo sentí.
Todo un día y una vida habitando un mundo racional. Horas de lecturas de positivismo lógico. El Círculo de Viena, Wittgenstein y Bertrand Russel a la mierda en un instante.
—Hola… –le contesté mientras abría el vidrio. Hay momentos en que se acaban las especulaciones y hay que rendirse ante los hechos.
—¿Pensaste?–. El acento extranjero se había desvanecido y hablaba exactamente como yo, con el mismo tono.
—No, la verdad que no.
—Claro, con la mamúa que tenías no podías pensar y esta mañana te pareció que todo había sido efecto de la ginebra y lo ignoraste.
—Además de ser Genio, leés la mente.
—Para nada, experiencia de convivir con borrachos. La verdad, me molestó. Un enanito de mierda recién conocido no tenía derecho a compararme con un desecho de guerra asesino.
—No te pongás mal, pensá en tres deseos que mejoren tu situación y me liberen. Un buen negocio es negocio para todos.


Lo miré fijo y sin pensar demasiado le dije:

—Tres deseos importantes para mí y relacionados, ahí van: primero, que venga un cliente que me busque por algún proyecto mío que le gustó y sin que tenga que convencerlo de nada me encargue una casa muy, pero muy grande.
—Concedido.
—Segundo: que ni me pregunte cuánto cuesta y que tenga la plata, toda la plata que haga falta para hacer la obra sin empacarse ni miserear.
—Concedido.
—Tercero: Que un gestor presente los planos en la Municipalidad y que le digan que frente a cierta calidad de arquitectura los reglamentos ceden al saber y que pase en una semana, tiempo suficiente para poner todos los sellos y que firmen los que están casi siempre de vacaciones y que retire los planos aprobados. Lo vi claramente ponerse pálido, cosa muy difícil en un ser casi trasparente. Me miró con sus ojos enormemente abiertos y tristes. Una lágrima se formó desde quien sabe dónde.
—Imposible –dijo–. Me había ilusionado mucho, vi mi liberación, el fin de una esclavitud de mil años, pero es imposible. No hay magia que pueda derrotar a la burocracia, ni de acá ni del Sultanato de Damasco.–Me dio una pena infinita.
—Borrá la cadena –le dije–, y cambio los deseos: primero, quiero un lápiz de madera del peso justo y la punta perfecta.
—Sí.
—Segundo: quiero que no se gaste nunca.
—Sí.
—Tercero: quiero que no se me pierda.
—Sí –murmuró con algo que podía ser un nudo en la garganta.

 Se bajó de la linterna y con un paso leve caminó por primera vez sobre mi mesa. Puso un lápiz entre mis dedos, se inclinó y me dio algo que me pareció un suave beso sobre mi mano y luego se fue volviendo cada vez más transparente, borroso, hasta que despareció del todo y no lo volví a ver.

La linterna es esa que está sobre el estante con las otras cosas rescatadas, el lápiz es éste.





DATA BASICA
Título: Cotinuum: ensueños de un arquitecto
Autor: Jorge José Cortiñas
Ilustraciones: Norberto Dorantes
Editorial: Bisman Ediciones. Buenos Aires, 2017
Editor: Hernán Bisman. Editor literario: Jorge Denis
Páginas: 128
Precio: $ 400


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